Entre la colonización del espacio que concluye en la perfección y lujuria del objeto de diseño, y la resonancia indómita de una experiencia ajena a la cultura en el seno del arte, se encuentra un campo indeterminado donde las diferencias y las identidades son indiscernibles. Es en ese espacio donde cada cultura remite a una domesticidad, a un impulso de apropiación que es simultáneamente causa y efecto de nuestro sentido de realidad, de nuestros significados sociales, de nuestros hábitos, de nuestros objetos, y de nuestras mediaciones.
La casa es un ámbito natural (una segunda naturaleza) de existencia sofisticada. Erigida como piel porosa cuyos pliegues determinan exterioridades e interioridades, como escenario de un drama único, como mundo, la casa es además biosfera, donde habitan seres humanos e inhumanos, bacterias y microclimas; es también semiosfera, donde evolucionan sentidos y usos inmersos en conductas y extensiones; es instalación -de lo social en lo privado, y de lo personal en lo social- y es también una comunidad donde participan todos los gremios: allí se dan cita, en uno u otro momento, el diseñador y el recaudador, el albañil y el especulador, el antropólogo y el butanero, el cartero y el poeta, el niño y el sepulturero, la familia y el repartidor, el prójimo y el privado. Todos los malestares de la cultura eclosionan en ese pliegue de pliegues de la casa, allí donde la signicidad misma colapsa en el momento en el que toda posibilidad de mentira se desvanece en el espejo máximo de la conciencia. Los sueños de dominio (domésticos y domesticadores) se enfrentan entonces a su imposibilidad, a su zozobra, a su paradoja.
Juan Luis Moraza. 2000. Texto Para la exposición Indoméstico realizada en Imatra